
En el reflejo del cristal
era yo,
la misma cara de quien no le importó
que mi pelo fuera cambiando con los años.
Y ahí estaba yo,
cómplice inequívoca del anonimato,
hija legítima del extraño
con pulso de plata como la dentadura del mismo
de lentecitos de colores para ocultarse
y esconder que fuimos amables porque tuvimos miedo.
Yo le temía
porque en lo extraño hay siempre
un temor insospechable.
Y él,
sin más remedio que verlo en mi rostro,
y ver en sus ojos mis párpados caídos
sujetos apenas por mi diadema de plata
---única herencia de mi abuela---
amuleto constante
contra la pobreza inacabable.
Mi padre se quedó ciego días antes de su muerte
sin haberme visto ni siquiera al alba,
pero si él me hubiera visto,
si él me hubiera visto
detrás de su mirada
de doctor inhumano
hubiese visto en sus manos
los pétalos cobrizos de nuestros cuerpos,
simétricos, idénticos, exactos
como el reflejo mío en una ventana subterránea
cuando viajaba sola en la ciudad de México
como una extranjera ante los ojos de los hombres.